Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras millones de soldados combatían en tierra, mar y aire, una guerra secreta se libraba en habitaciones cerradas, entre cables, cifras y papel. Una guerra de inteligencia que no se ganó con armas, sino con cerebros… muchos de ellos femeninos.
En centros como Bletchley Park (Reino Unido) y Arlington Hall (Estados Unidos), decenas de miles de mujeres fueron reclutadas en secreto. No eran soldados ni generales. Eran estudiantes de matemáticas, maestras, bibliotecarias, lingüistas o simplemente mujeres con talento lógico. Algunas apenas tenían 20 años.
¿Su misión? Romper los códigos más complejos del Eje: el Enigma alemán, el Purple japonés y otras cifras secretas. Su trabajo permitió interceptar mensajes cruciales, anticipar bombardeos y cambiar el rumbo de batallas clave como Midway o el desembarco de Normandía.
Una de ellas fue Joan Clarke, matemática brillante, compañera de Alan Turing. Ayudó a descifrar Enigma, aunque su historia quedó en la sombra durante décadas. Otras trabajaron día y noche en máquinas de tabulación, análisis estadístico, reconstrucción de claves… todo sin poder contarle nada a sus familias.
📜 Tras la guerra, muchas regresaron al anonimato. Se les pidió guardar silencio. Y lo hicieron. Su contribución fue invisible durante años. Pero sin ellas, muchos expertos coinciden: la guerra habría durado más y costado muchas más vidas.
Hoy, al hablar de inteligencia artificial, criptografía, ciberseguridad o programación, olvidamos que las raíces de todo eso fueron también femeninas. Y que la historia de la tecnología debe incluirlas.
Nunca llevaron uniforme. Rara vez fueron reconocidas. Y durante décadas, guardaron silencio, por juramento y dignidad.
🌐 Reconocerlas no es solo un acto de justicia histórica. Es también un recordatorio poderoso: la diversidad en tecnología no es una cuota, es una fuerza.