En la Edad Media, cuando la medicina aún mezclaba ciencia con superstición, los curanderos y médicos examinaban la lengua como si fuera un mapa de la salud. Una lengua limpia, húmeda y sin obstrucciones era señal de vitalidad; en cambio, si aparecían vellosidades, hongos o irritaciones —lo que algunos llamaban “pelos en la lengua”—, era síntoma de enfermedad, de desorden interno, y también de dificultad para hablar con claridad.
Así, con el paso del tiempo, la expresión “tener pelos en la lengua” se volvió sinónimo de no poder hablar con libertad, de tener algo que obstaculiza lo que se quiere decir. Y, por supuesto, “no tener pelos en la lengua” pasó a ser un elogio para aquellos que hablaban sin miedo, sin rodeos, sin adornos innecesarios.
Durante siglos, esta frase se aplicó a los que se atrevían a nombrar lo innombrable, a decir las verdades que otros susurraban. Era símbolo de carácter. Incluso si el mensaje era duro, incómodo o impopular, decirlo con claridad era visto como virtud, no como amenaza.
Con el tiempo, la frase pasó a representar el valor de decir lo que se piensa, sin miedo ni adornos. Pero hoy, esa franqueza está en peligro.
En la era digital, ya no es una enfermedad lo que impide hablar, sino el miedo a molestar al algoritmo, a contradecir una narrativa impuesta o a ser invisibilizado por los medios. La autocensura se ha vuelto común: muchos no hablan por miedo a que sus ideas sean distorsionadas, ignoradas o eliminadas por plataformas que filtran y moldean la opinión pública según intereses que pocos controlan y muchos sufren.
Ya no se necesita una mordaza: basta un botón, un filtro, una política ambigua. La lengua está sana, pero el sistema quiere silenciarla. El problema no es cómo decimos las cosas, sino que decir la verdad —tal como es— empieza a considerarse una falta.
Y aunque la verdad pueda ofender, hay que decirla. Porque callar para agradar no es respeto, es complicidad. Y quien no se atreve a hablar sin pelos en la lengua… está dejando que otros piensen por él.